Se había cortado al afeitarse. La sangre resbalaba por su mejilla hasta llegar a sus labios. Sabía a óxido. El espejo refleja a un hombre maduro y tranquilo. Las arrugas aparecían lentamente en su rostro con mirada juvenil todavía. Llamaron a la puerta y sin apenas limpiarse fue a abrir. Era María. “Te has cortado” le dijo. Él sin contestarle volvió al baño y acabó lo que estaba haciendo. Cuando salió ella estaba sentada en el sofá. “Me tomaría un café” le comentó ella, “ya sabes dónde está la cafetera” le contestó él. Su presencia ya no le incomodaba, pero hubiera preferido no volver a verla.
Su relación se había enfriado mucho desde la última vez que se vieron. Ella necesitaba tiempo para pensar y él no se lo había tomado demasiado bien. No sabía qué es lo que había pasado para que ella necesitara separase y pensar.
En dos meses él se había acostumbrado a su ausencia, al silencio, al orden que habitaba la casa desde que ella no estaba. Se había acostumbrado a no echarla de menos y poco a poco el piso de la pareja se había convertido en su hogar, en su refugio.
“Estás diferente, no sé, te noto cambiado”, le dijo ella mientras daba un sorbo al café. “Estás mucho mejor que antes, tienes una mirada interesante… no sé”, finalizó. Él no entendía muy bien que pretendía con sus palabras, de hecho, no entendía a qué había venido y esperaba con paciencia que ella le dijera algo interesante, en vez de dar rodeos absurdos. El silencio ahora era algo incómodo entre los dos, pero él no quiso facilitarle nada a ella, aún le guardaba rencor por su abandono inesperado. Por fin María se decidió a hablar, “me voy, me han hecho una oferta en Londres y… la he aceptado”. Él la miraba sin hacer ningún gesto, en realidad no comprendía si ella se justificaba con él o con ella misma. “Siento acabar con lo nuestro de esta manera, pero necesito marcharme”, dijo finalmente. “Si es lo que necesitas, haces bien en hacerlo”, y su rostro ni se inmutó. “No te importa, no? Di, te importa que me vaya?” le preguntó con cierto tono sarcástico. “No”, respondió él. “Bueno solo he venido a despedirme”, se dieron un abrazo y él la acompañó a la puerta.
Doce años después se iba el amor de su vida y ni siquiera sintió un pequeño vacío, más bien todo lo contrario, sintió alivio por una libertad recién estrenada, que casi no recordaba. Le pareció antinatural aquel sentimiento de libertad y quiso buscar en sus recuerdos algo que le hiciera sentir dolor por la pérdida de una vida pasada, pero recordaba a María casi como una extraña. Sí, había formado parte de su vida, pero ahora no era más que una imagen anclada en el pasado, ya no recordaba qué le enamoró de ella, ya no recordaba el tacto de su piel en sus dedos, ya no recordaba por qué habían pasado doce años juntos.
Salió de casa decidido a tomar una cerveza tranquilamente en el puerto. No tenía prisa para hacer nada ni para ver a nadie. Caminaba despacio, disfrutando de cada paso, miraba a su alrededor y por primera vez en muchos años veía lo que le rodeaba, los árboles, la hierba, los edificios antiguos y nuevos. Llevaba años viviendo allí y parecía un turista ante un paisaje espectacular, intentaba guardar cada imagen en su retina.
Cuando llegó al puerto se acercó a la playa antes de sentarse en la terraza del bar. La arena quemaba bajo sus pies descalzos pero enseguida el agua los calmó. Cogió agua con sus manos y la que quedó en ellas se la echó en la cara para refrescarse, cómo le escocía la herida de la mejilla, dolía como diez agujas cosiendo su rostro. El agua del mar cura las heridas, eso dice la gente.
En el bar del puerto le sirvieron la cerveza más fría que había probado. Sonrió y dio un sorbo a su nueva vida.