Llevaba años al borde del abismo, y tan solo su mano me sujetaba, un pequeño movimiento me hubiera hecho caer al vacío, me mantenía quieta, tan quieta que por momentos se me escapaba la vida. Su mano era la de siempre, áspera y vieja. No me iba a dejar caer, no le convenía, pero casi con total seguridad no me permitiría subir y mantenerme a salvo. Mucho tiempo después, llegó él al borde del abismo, con aire juvenil y sin olor a naftalina. Quiso ofrecerme su mano, tersa y suave. No conocía sus intenciones, tal vez, me dejaría caer o quizá, me permitiría subir, pero por fin dejaría de estar al borde del abismo. Vino cada día durante años, pero yo me mantuve quieta, agarrada a aquella mano áspera y vieja.