Salí de casa porque me ahogaba. Salí dando un portazo, dejando toda la rabia contenida dentro de aquella casa. Algo cayó al suelo mientras yo salía, algo pequeño y metálico, algo insignificante, pensé. Las paredes de aquel piso cada día se hacían más estrechas y mi espacio cada vez más pequeño. A veces, sentado en el sofá observaba un clavo que había cerca del techo y me preguntaba desde cuándo estaba allí, para qué servía, quién lo había colocado, y mis pensamientos se centraban en imaginarme que quizá un día de él colgó un cuadro que alguien quitó por alguna razón desconocida. Cuántas veces ella me pidió que lo quitara, “que ya no pintaba nada allí”, decía. Sin embargo, nunca encontré el momento de hacerlo, me gustaba verlo allí, acompañándome en su inutilidad y en su soledad.
Salí de aquella casa y noté el aire frío en la cara y por primera vez en muchos años pude respirar sin sentir algo clavado en la garganta.