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MICRORRELATO: EL DESAHUCIO




Bajaba las escaleras arrastrando la enorme maleta que pesaba como toda una vida. Cada escalón era uno menos para el final. Vivía en el último piso de aquel viejo edificio, construido hacía treinta años. Todas aquellas paredes, tan solo tenían una historia, su historia. Bajaba con lentitud, con la tranquilidad de quien ya no tiene nada más que perder. Bajaba, intentando recordar todos los buenos momentos que se habían quedado detrás de la puerta cerrada, la risa de sus hijos cuando eran pequeños, la mirada cómplice de su mujer cuando nadie los veía, la alegría de los amigos y de la familia cuando iban a visitarlos, miles de pequeños momentos. Bajaba, sintiendo que todavía le quedaban fuerzas para empezar de nuevo, para demostrar que no le habían derrotado. No quiso esperar en su casa a que la policía lo sacara a rastras, 

pero sí quiso ver la cara de los que ejecutaban la ley, en nombre de la justicia. Esperó, con la maleta llena y cerrada, que sonara el portero, y sonó. Una voz extraña le advirtió que debía abandonar su casa y así lo hizo. No quiso compartir ese momento con nadie. Cogió su maleta y cerró esa puerta. Un escalón menos le acercaba al ruido de la calle, a todos aquellos que se solidarizaban con él, con su situación, con la situación de tantos otros como él. Ahora sí bajaba el último escalón, miró hacia atrás y vio cuántas escaleras había subido en su vida, y sonrió con orgullo, con el mismo que ahora bajaba.

La calle estaba llena de gente, todos apoyando, dándole ánimos para hacerle saber que no estaba solo. Su hijo se le acercó y cargó con su maleta que no pesaba demasiado dijo. Él, se detuvo frente a todos los policías y los miró a la cara y los felicitó por el trabajo bien hecho, entonces ellos, bajaron la mirada mientras se disculpaban diciendo “son órdenes de arriba”.

Mar Ball

MICRORRELATO: El viejo

El viejo cayó al suelo, solo, desorientado y le sangró la vida por la frente arrugada. Sus manos torpes ya no recordaban la sonrisa de sus hijos. Aquellos que salieron un día de su casa para no volver a los gritos ni a los reproches ni a su mal genio, a veces, insoportable hasta para él. Su mujer fue desapareciendo cada día con la resignación de haber elegido mal. Los hijos ni siquiera se despidieron de la madre, y tal vez ella no se dio ni cuenta. Con los años, empezó a preguntar por ellos y él siempre le respondía lo mismo: “Han salido, ahora vuelven, tranquila”, y ella sonreía. Otras veces, le preguntaba a él quién era, y tardaba en responder, sin saber qué decirle para no apagar su mirada, “Tu marido” respondía al fin con la voz cargada de culpa, de rabia, de miedo. 




Cuando de pequeño tropezaba y caía al suelo, lloraba, su padre llegaba entonces, con la cara desencajada, lo cogía de un brazo y lo ponía en pie. Lo miraba con el desprecio que se mira a lo insignificante, y él aprendió a no tener que secarse más lágrimas y a levantarse y a mirarlo a la cara, quizá con el mismo desprecio. 

Algunos transeúntes se acercaron al viejo, tirado aún en el suelo. Pudo ver sus caras, vio la cara de su padre, la suya propia y las de sus hijos. Su mujer apareció sin saber cómo, como siempre, de repente y se agachó y le secó las lágrimas . “Ven” le dijo y fue.