Tengo 14 años y mido un metro y cincuenta y cinco centímetros. No parece muy relevante esta información, pero, ese día, en clase de Educación Física sí lo fue. El profesor decidió que jugásemos un partido de baloncesto. En baloncesto la canasta es el objetivo, es el mismo objetivo para 10 jugadores diferentes. Diferentes habilidades, diferentes alturas, diferentes pesos, en definitiva, diferentes. Creo que es una obviedad decir que soy de los más bajitos de mi clase.
Bueno, la situación es la siguiente: una cancha, dos canastas a 2’5 m de altura (más bajas de lo normal, menos mal) y dos equipos heterogéneos. Hasta aquí era lo esperado.Empieza el juego e intento hacerlo lo mejor que puedo, que con mi metro y cincuenta y cinco centímetros no es decir mucho, pero parece que me defiendo, llevo el balón con soltura, no se me dan mal los deportes, avanzo hacia la canasta contraria y me decido a lanzar, me coloco en posición y lanzo justo en el momento en el que se produce un eclipse provocado por uno de mis compañeros que mide alrededor de metro noventa y tapón en toda regla. Son las reglas del juego. “Parece que el baloncesto no se te da tan bien como las mates” me dice con una sonrisa de satisfacción, “ya, todos tenemos una canasta demasiado alta en algún momento, ¿no crees?” le digo mirando su cara de pasmado. Todo el partido se desarrolla en esa línea, y mi equipo pierde. No es un gran fracaso, no me siento excesivamente frustrado, sobre todo por el hecho de que me he esforzado todo lo que he podido.
El profesor me miró con cierta impotencia y me dijo: “Es una pena que solo midas un metro y cincuenta y cinco porque no lo haces mal”, a lo que yo respondí: “Es una pena pasarse estudiando media vida y estar obligado a tener la canasta a la misma altura para todos.”