El viejo cayó al suelo, solo, desorientado y le sangró la vida por la frente arrugada. Sus manos torpes ya no recordaban la sonrisa de sus hijos. Aquellos que salieron un día de su casa para no volver a los gritos ni a los reproches ni a su mal genio, a veces, insoportable hasta para él. Su mujer fue desapareciendo cada día con la resignación de haber elegido mal. Los hijos ni siquiera se despidieron de la madre, y tal vez ella no se dio ni cuenta. Con los años, empezó a preguntar por ellos y él siempre le respondía lo mismo: “Han salido, ahora vuelven, tranquila”, y ella sonreía. Otras veces, le preguntaba a él quién era, y tardaba en responder, sin saber qué decirle para no apagar su mirada, “Tu marido” respondía al fin con la voz cargada de culpa, de rabia, de miedo.
Cuando de pequeño tropezaba y caía al suelo, lloraba, su padre llegaba entonces, con la cara desencajada, lo cogía de un brazo y lo ponía en pie. Lo miraba con el desprecio que se mira a lo insignificante, y él aprendió a no tener que secarse más lágrimas y a levantarse y a mirarlo a la cara, quizá con el mismo desprecio.