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El reflejo del mar

No sé por qué fui.Hacía muchos años que no paseaba por la playa, pero aquel día un impulso me hizo ir hasta allí o tal vez fue la necesidad de gritar lo que llevaba dentro. Caminaba por la arena sin mirar al mar, sin atreverme a girar la cabeza hacia ese océano que tantas cosas se había llevado.Al final reuní la fuerza suficiente para mirarlo cara a cara y por un momento creí ver la escena tantas veces repetida en mi cabeza, aparté la vista y de repente las olas del mar rugieron con tanta intensidad, una y otra vez, hasta que comprendí que lo que estaba viendo no era producto de mi imaginación, y entonces el mar recobró su calma. Su cuerpo flotaba en el mar, las olas lo acunaban con suavidad, al verla allí salí corriendo y la saqué del agua. La tumbé en la arena e intenté reanimarla, le hice el boca a boca y expulsó tanta agua que parecía que se había quitado una gran peso de dentro y empezó a respirar, agitadamente al principio, más lentamente, después. Respiraba ella, y yo, también. Me quité la chaqueta y se la puse por encima, temblaba. Me miraba sin saber muy bien dónde estaba, qué había pasado y yo, no tenía respuestas para ella.




Esperé a que se recuperase y empezamos a hablar. Yo no tenía prisa, ella tampoco. Se la veía contenta, sus ojos se iluminaban poco a poco. Parecía tímida, pero con ganas de hablar. Me dijo: “Hoy necesitaba gritar y por eso he venido aquí, a sacarme algo de dentro y he vuelto a vivir.” pero no sé si se refería al momento de la playa o a otra cosa, porque miraba hacia el mar con una ternura inexplicable para mí. Hablaba de él como si este le hubiera dado la vida, como si sus olas la hubieran puesto a salvo… de muchas cosas. “El mar es inmenso e intenso”, me dijo. Y entonces empezó a hablar como si no pudiera esperar ni un minuto más:
“He venido a ver el mar, por pura necesidad, por escuchar algo que no fueran palabras, por ver las olas y oler la sal. Me he sentado en la arena y he dejado de pensar, y he sentido la brisa y he podido respirar.
A lo lejos una voz gritaba y las manos levantadas parecían pedir auxilio. Su cara me resultaba familiar. Entonces me levanté y me metí en el agua, estaba helada. Fui hacia ella hasta que la tuve delante y se calló, dejó de gritar, de agitar los brazos, tan solo me miraba. ¿Qué te pasa? ¿Qué necesitas? y ella dijo: No lo sé. Entonces, ¿por qué has gritado? le pregunté. Quería salir de aquí, me respondió. Al verte agitar los brazos pensé que pedías ayuda, le dije. No sé nadar, y al decirme eso desapareció.

Mi rostro se reflejaba en el agua, era ella, la chica de la playa, la que pedía ayuda, la que no sabía nadar. El mar era un espejo en el que yo me reflejaba y por primera vez, después de muchos años me paré a mirarme y no me gustó. El reflejo me tomó de la mano y me hundió, bajo el agua veía la luz del sol y no tuve fuerzas para luchar y me dejé arrastrar con la sensación de que mi cuerpo pesaba toneladas y toneladas y el cansancio de la vida se convirtió en un profundo sueño.No había nadie en la playa. El sol quemaba. Mi ropa estaba seca. La olas sonaban con tanta intensidad que necesité taparme los oídos. Duró varios minutos hasta que al fin todo se volvió silencio. Ahora podía escuchar mi propia respiración, cada vez más lenta, más relajada. La calma se apoderó de mi cuerpo y dejé de sentirlo mío. Al despertar estabas tú.”
Nos quedamos en silencio durante unos minutos y al mirarnos nos salió un grito de dentro, desde el estómago, un grito contenido tantos años y el mar rugió tan fuerte que parecía acompañarnos y de repente… la calma.
M.B.

 

“La condena” de Franz Kafka

Hay lecturas que suponen un reto, que tienes que leer una y otra vez, fijarte en cada palabra, en cada detalle, y aún así, sabes que algo se te escapa. Entonces, esa lectura se vuelve recurrente en tu mente,

has quedado atrapado en ella, la recordarás durante años y cada vez que la vuelvas a leer descubrirás algo nuevo. He ahí el encanto de la literatura, de esa que el tiempo no la convierte en caduca.

Georg Bendemann, un domingo por la mañana, decide escribir una carta a un amigo, que vive desde hace algunos años en el extranjero, más concretamente, en San Petersburgo. En esa carta le comunica el compromiso de matrimonio adquirido desde hace unos meses con Frieda Brandenfeld. No tenía, en un principio, intención de comunicarle este hecho, por miedo a que su amigo se sintiese mal por esta noticia. Según cuenta el protagonista, al amigo no le iban demasiado bien las cosas en Rusia, su negocio se había estancado, no se relacionaba con la colonia de sus compatriotas allí, y tampoco compartía vida social con los naturales del lugar, con lo cual estaba condenado a quedarse soltero.
Una vez escrita la carta, el protagonista, informa a su padre de esta decisión. El padre, debilitado por los años, pone en duda que ese amigo exista en la realidad. A partir de este momento de la narración, el cuento adquiere otra dimensión, donde realidad y proyecciones mentales, se mezclan de tal manera, que no sabemos muy bien, que parte es real y que parte es una proyección mental del protagonista. Esta mezcolanza llevará al protagonista a un final trágico, de tal manera que el padre es quien mata al hijo, de forma física y de forma simbólica.
Este cuento publicado en el año 1912 nos muestra el conflicto generacional de Franz Kafka con su padre, Hermann. Vemos a un hijo, dominado siempre por la figura paterna, y con un sentimiento de culpabilidad por no ser el hijo deseado, por no cumplir las expectativas que el padre tenía puestas en él. No es un tema nuevo, pero sí actual. Kafka ve en su padre a un ser poderoso, alguien que se ha hecho a sí mismo, y por más que el autor intente agradar y que este se sienta orgulloso, no lo consigue, porque su progenitor le ha brindado una vida económicamente cómoda y con esa vida cómoda ha truncado cualquier posibilidad de igualdad entre padre e hijo.El padre es fuerte y el hijo, débil. En realidad, esta distancia generacional, no es nada singular, pero Franz Kafka convierte este hecho, bastante común en cualquier época, en materia de literatura y le asigna una dimensión de tal magnitud que lo convierte en el centro de su obra literaria. 
Este cuento, complicado en su forma, pero más sencillo en su fondo, revela como la imagen proyectada del padre consigue aniquilar la figura débil del hijo, ya que hasta en el último momento de su existencia, el hijo, cumple los deseos del padre, que en este caso en concreto, sería la condena del progenitor a morir ahogado. Sus deseos se hacen realidad. 

Si analizamos el cuento en profundidad observamos una figura paterna envejecida, debilitada por el tiempo, empequeñecida a los ojos del hijo, pero en el momento en el que el protagonista, Georg Bendemann, se aleja de la realidad y se acerca a la proyección mental que posee de su padre, en ese momento, vuelve a resurgir el padre poderoso, el padre que le reprocha la vida que lleva, el padre que lo acusa de débil, el padre que durante años ha sometido a su hijo y que como resultado de ese sometimiento, ha provocado la anulación personal del hijo y con ello una muerte real o simbólica.

Aquí os dejo el enlace del cuento:

http://www.literatura.us/idiomas/fk_condena.html

La habitación llena




Recuerdo su sonrisa cuando llegaba a casa orgulloso de sus notas, las llevaba en la mano y sin quitarse la mochila ni la chaqueta se abalanzaba sobre mí y me decía “míralas, míralas” y yo las leía despacio y lo miraba con el mismo orgullo que él tenía en su rostro. Era un chico excelente, el mejor de su clase, y en el conservatorio era brillante. Con dieciséis años ya hablaba tres idiomas, bastante bien, la verdad y además, practicaba deporte. A veces, lo observaba cuando dormía y me preguntaba qué más podía pedir una madre. 
 
Me acostumbré a verlo dormir y su cara ya no era la misma, sus facciones infantiles habían dado paso a un rostro que cada vez me resultaba más extraño, la aparición de los primeros indicios de barba le daban un aspecto más varonil y me preguntaba en qué momento mi hijo había dejado de ser un niño. Entonces, miré desde la puerta su habitación buscando qué había cambiado pero todo estaba como siempre, su ordenador, su móvil, su última consola, todas sus cosas llenaban su habitación. La habitación parecía más pequeña porque había demasiadas cosas allí. 
 
Pasaba muchas horas en el trabajo, quería lo mejor para mi hijo, que no tuviera ninguna carencia ni tuviera que inventarse regalos de Reyes que nunca existieron, que nunca tuviera que sufrir las miradas de pena de algún compañero con más suerte. Los hijos necesitan tanto…
 
Él había cambiado, ya no sonreía, al verme, ya no tenía impaciencia por demostrarme que era el mejor, sus éxitos se convirtieron en rutina y su rutina estaba llena de trofeos: bicis, ordenadores, consolas, móviles…Sus amigos eran su familia y yo me convertí en alguien desdibujado, que por la noche llegaba a casa y él no tenía palabras para mí ni yo tenía ánimos para discutir por qué su mirada era cada vez más fría.
 
Sin darme cuenta se alejaba de mí y empecé a cuestionarme qué había hecho mal, en qué había fallado, le había dado todo lo que yo nunca tuve y aun así lo perdía día tras día. Hay cosas irrecuperables en la vida, una de ellas, es el tiempo.
 
Me senté frente a él, y su cara era indiferente. Le pregunté “¿Qué necesitas? y él respondió: “No necesito nada, tengo de todo.” Es verdad, tenía tantas cosas, y sin embargo, su mirada era triste. Entonces, recordé algunos momentos de su infancia, esa infancia que aún me pertenecía, o mejor dicho, nos pertenecía. “¿Lo recuerdas?” le pregunté, y su voz cansada dijo: “Claro”, por un momento su frialdad bajó la guardia, y su rostro se volvió melancólico, pero enseguida, al darse cuenta de su debilidad me miró con algo de rencor y continuó con su pose impasible. “¿Recuerdas a María?” me preguntó sin prisa pero con un tono de voz que intuía que era una pregunta mal intencionada. Mi mente intentaba recordar, quién era María, pero se cruzaban muchos nombres de chicas, quizá era una amiga o alguna profesora, no sé. “No, lo siento, no la recuerdo” dije al final. “Estoy saliendo con ella desde hace un año” y sonrió irónicamente. Se levantó, me acarició la cara con mucha ternura y dijo: “Mañana, si quieres, te hablaré de María”.
 

 

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