“No se culpe a nadie”, Julio Cortázar

Al leer el título, la palabra culpa nos viene a la mente, ¿por qué dice el autor que no se culpe a nadie?¿A quién se puede culpar de un suicidio? ¿A quién se puede culpar por querer respirar?
A primera vista el cuento parece muy simple: a un hombre le espera su mujer en la tienda para comprar un regalo de boda, como hace fresco tiene que ponerse un jersey azul, intenta ponerse el jersey pero le cuesta no atina a meter los brazos y la cabeza por donde toca, al fin parece que su mano derecha ha encontrado la salida, cuando consigue sacar un poco la cabeza ve como los dedos de la mano derecha van a atacarle, entonces cierra los ojos y se deja caer por la ventana. Si nos quedamos en el argumento del cuento perdemos la esencia del mismo porque todo el cuento está narrado en un solo párrafo y de esta manera el autor consigue trasladar al lector la sensación de agobio que siente el protagonista. No hay una pausa que nos permita liberarnos de esa sensación y distanciarnos del hombre que no puede ponerse el jersey. Lees el cuento y piensas: “Póntelo ya o quítatelo, pero haz algo para acabar con esa situación agónica”, pero te das cuenta de que no puede escapar, está atrapado en el pulóver como si fuera la propia vida del hombre.




El inicio del cuento ya nos indica que hay algo más en ese ponerse el pulóver: “ […] ya es tarde y se da cuenta de que hace fresco, hay que ponerse el pulóver azul, cualquier cosa que vaya bien con el traje gris, el otoño es un ponerse y sacarse pulóveres, irse encerrando, alejando.” El autor de forma muy sutil nos está introduciendo en otra realidad, la realidad del sentimiento vital, es decir, ponerse el pulóver implica encerrarse, alejarse, y a partir de este momento iremos viendo como en el individuo se produce el extrañamiento de partes de su cuerpo: “De un tirón se arranca la manga del pulóver y se mira la mano como si no fuese suya, pero ahora que está fuera del pulóver se ve que es su mano de siempre […]”. Vemos como el autor hace que la mano cuando está dentro del pulóver actúe de forma diferente a cuando está fuera de él, el pulóver provoca una reacción en el cuerpo del protagonista algo extraña, ya que pierde el control de su mano derecha. El pulóver se nos presenta como el elemento que asfixia al protagonista, pero tiene que ponérselo porque hace fresco y su mujer lo está esperando. En realidad, el jersey azul podría significar todo aquello que le viene impuesto por la sociedad, por su mujer, por la inacción de uno mismo. En esa lucha interna del individuo en la que no sabe si acabar de meterse el pulóver o quitárselo, aparece su lado más racional que sería su mano derecha y su lado más ideal que sería esa mano izquierda que intenta protegerlo, pero ha llegado a un punto de no retorno y la única forma que encuentra de poder respirar y por extensión vivir de forma plena es dejarse caer por la venta y sentir el aire fresco.

En definitiva, “No se culpe a nadie” sería la lucha interna que sufre el individuo ante lo que tiene que hacer y lo que quiere hacer, ante lo racional y lo ideal, y algo tan insustancial como ponerse un pulóver provoca un conflicto interno de tal magnitud que lo único importante al final es que: “ […] a baba azul le envuelva otra vez la cara mientras se endereza para huir a otra parte, para llegar por fin a alguna parte sin mano y sin pulóver, donde solamente haya un aire fragoroso que lo envuelva y lo acompañe y lo acaricie doce pisos.” 

M. B.
 
AQUÍ OS DEJO EL ENLACE DEL CUENTO:

 

La continuidad de los parques, Julio Cortázar




Leer supone un esfuerzo importante, supone una implicación por parte del lector, de tal manera, que este debe ser activo en el proceso de la lectura. No estar atento en este proceso puede salir muy caro y te puedes jugar la propia vida, y si no, que se lo digan al lector del cuento La continuidad de los parques de Julio Cortázar. La tarde iba a ser tranquila, sentado cómodamente en un sillón, leyendo una novela que había empezado días atrás, viendo el parque de los robles a través de la ventana, con los cigarrillos al alcance de su mano, acariciando relajadamente el sillón. Nada hacía sospechar que todo cambiaría trágicamente, pero se dejó llevar por la lectura, poco a poco la trama lo fue seduciendo. Acomodado en su sillón, de espaldas a la puerta, confiado en la tranquilidad de su estudio, ni siquiera se dio cuenta cuándo dejó de estar en la realidad y pasó situarse en la ficción, a medida que avanzaba la lectura las imágenes se volvían más dinámicas y adquirían el color de la realidad. Se convirtió en el único testigo de la decisión de unos amantes que se acababan de encontrar en la cabaña del monte. Vio toda la escena, escuchó cada una de las palabras, y, sin embargo, no hizo nada, siguió arrellanado en su sillón de terciopelo verde, pensando que leía plácidamente. Su pasividad contrastaba con el ritmo vertiginoso de la acción de la novela. El nerviosismo de la pareja y la tranquilidad del lector. Ellos, decididos a cometer el crimen que les daría la ansiada libertad, él, sentado en su sillón esperando el final. Había llegado a los capítulos finales de una novela y sin darse cuenta pasó de un parque al otro, cruzó la fina línea entre realidad y ficción. El parque de robles se había convertido en la alameda que llevaba a la casa y la ficción había entrado en su finca, pero el mayordomo se había marchado después de discutir cuestiones relacionadas con la finca, y los perros no ladraron,empezaba a anochecer y en la casa solo estaba él. Nosotros, los lectores del cuento, empezábamos a sospechar el desenlace. ¿Cómo evitar un final que parecía estar decidido desde el primer momento?
Los perros no debían ladrar. ¿A quién iban a ladrar? El amante que se coló en su casa era un personaje de ficción, los perros no debían notarlo, no era real, por eso no ladraron. Entró en la casa con la impunidad de alguien que entra en una realidad que no le pertenece. Subió la escalera alfombrada y encontró las dos puertas. No había nadie en ninguna de las dos habitaciones. En una habitación, la realidad, en la otra, la ficción. El autor nos sitúa en la tercera puerta, a la que solo se puede llegar a través de las dos puertas anteriores. La puerta del salón nos introduce en una tercera dimensión donde realidad y ficción conviven en un espacio, en el único espacio donde es posible la unión de dos mundos tan diferentes: “ La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.”




Aquí os dejo el enlace del cuento:
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/cortazar/continuidad_de_los_parques.htm

Nadie puede desaparecer del todo, ¿verdad? (La piedra oscura, Alberto Conejero) “Un canto de amor a Federico García Lorca.”




No sé si es una afirmación o una esperanza plantearnos si desapareceremos del todo o no, algunos quizá no desaparezcan nunca, como en el caso de Lorca, otros, quién sabe. En realidad, todos habremos formado parte de algo, nos recuerden o no. La memoria colectiva está llena de personas anónimas, y quizá sean estas las más importantes, por necesarias, esas de las que no sabemos sus nombres ni a qué se dedicaban, esas que tal vez ya no tengan parientes que las reclamen, pero que estuvieron allí y lucharon por unos ideales de libertad. El tema de la memoria histórica invade toda la obra, a través de la figura de Lorca se reclama la memoria de todos aquellos anónimos que, como él, aún no se sabe dónde descansan sus restos.
La piedra oscura podía haber sido una obra de Federico García Lorca o al menos eso parecía cuando encontraron sus documentos, donde aparecía el título de esta obra, aunque tan solo estaban anotados algunos personajes, pero la guerra nos la arrebató como tantas otras cosas. Nos arrebató al poeta pero no su obra porque hubo quien se empeñó, quien hizo todo lo posible para que esos documentos llegasen un día a ver la luz. Una de esas personas fue Rafael Rodríguez Rapún, uno de los protagonistas de La piedra oscura de Alberto Conejero.
Dos personajes, dos bandos y un solo espacio, dividido. Dos personajes que muestran realidades diferentes, uno con treinta años, maduro, seguro de sí mismo, otro con 17, sin saber muy bien qué hace allí, en mitad de la guerra. Pero cuando bombardearon su pueblo, su madre murió y él salió corriendo hasta llegar al bosque, y allí pasó días hasta que los del bando nacional lo encontraron, le dieron agua, un uniforme y un fusil. 
También los dos unidos en su huida pasada que dejó muertos por el camino, muertes, que no eran suyas, pero de las que de alguna manera se sienten responsables. Sebastián, el muchacho de 17 años, cuando vio los aviones le pidió a su madre que saliera a la calle, a verlos, a ver los aviones italianos, a saludarlos con alegría pero cuando cayó la primera bomba y luego muchas más y su madre cayó al suelo, oyó que le gritaba algo pero no se detuvo, corrió y siguió corriendo, le pudo más el miedo a morir y ahora, no puede dormir sin oír su voz, sin saber qué le dijo aquel día. Rafael, por su parte, se marchó de Madrid cansado de ser el acompañante de Federico García Lorca, no pudo soportar que la gente lo saludara cuando iba solo,

y que a sus espaldas dijeran “maricón”, esas palabras resonaban en su cabeza. Necesitaba pensar en el buen nombre de su familia y en los sueños de vida conservadora que él tenía, casarse, tener hijos y vivir tranquilo. ¿Eso lo podía tener con Lorca? Seguramente no, pero pudo ser feliz con su amante pero tuvo miedo. Por eso se fue sin despedirse, sin una palabra que pudiera mitigar el dolor del que se quedaba. Finalmente, Lorca dejó de esperarlo y se fue a Granada, y allí, lo fusilaron, un 18 de agosto de 1936. Tres veces había llamado, le dijeron sus padres a Rafael. Si Rafael se hubiera quedado en Madrid, quizá hablaríamos de otra historia, pero no lo hizo y tuvo que vivir con ello. Tal vez la única forma de demostrar el amor que sintió por Lorca, de mostrar lo que no le dijo nunca era conservando su obra, como así se lo pidió el propio autor, y Sebastián, era su única posibilidad, su única esperanza. Su carcelero será el único que podrá mantener viva la memoria de Lorca.

La obra empieza con un monólogo de Sebastián: “[…] Porque ha llegado la hora, la hora que tanto quise cuando era un niño, enloquecido por el silencio, por todo ese silencio amontonado sobre mis hombros y yo temía que la vida fuera eso, tan sólo eso, y quería que mi corazón se llenara de ruido.Y es idiota pero por eso me hice músico -aunque a ti no te importe porque duermes y no puedes oírme- para llenar mi corazón de ruido y espantar ese silencio que me estaba volviendo loco […]” Ese silencio que le pesaba tanto en su infancia y que ahora, en esa habitación de hospital militar debe seguir manteniendo hasta que, poco a poco, vemos una transición en el personaje y cada vez se siente más cerca de Rafael, sus posturas se van acercando a través de la palabra. Dejan de ser prisionero y carcelero para convertirse, ambos, en prisioneros de una realidad impuesta, la guerra.
El escenario es espectacular, sobrio, gris, una cama, una silla y el suelo blanco y negro. Cada personaje ocupa su espacio, cada uno en su extremo del escenario, a la izquierda, Rafael, a la derecha, Sebastián. Sebastián invade el espacio de Rafael, al principio se siente incómodo, no quiere estar cerca, pero después se va quedando por momentos cada vez más largos. En esos momentos vemos como Sebastián empieza a dudar, ya no está tan convencido de su posición en esta guerra. Rafael, sin embargo, nunca abandona su espacio, tan sólo cuando sale a morir. 

Quizá nunca desaparecemos del todo, y quizá nunca, por desgracia, sabremos dónde están todas aquellas personas que formaron parte de la historia más cruda de este país. Pero mientras haya memoria colectiva, habrá esperanza.